4 d’abr. 2005

Diccionario de nombres Pop

Como ya avisamos hace unos días, a partir de ahora publicaremos en el blog todos mis artículos para el Cultura/S de La Vanguardia según vayan apareciendo en el suplemento. En primer lugar rescataremos algunos que no llegaron a colgarse (no todos, pues hay ya unas cuantas decenas) y, a partir de ahí, los frescos seguirán apareciendo con regularidad.
Empezando con la prometida entrevista a Jonathan Lethem, que incluyo.

Novela. Punk, graffiti, discos de soul, cómics y bambas Pro-Keds, revueltos en un libro que es casi un tratado sobre el crecer en el Brooklyn de los 70.

DICCIONARIO DE NOMBRES POP

Hubo una época fría y oscura en la noche de los tiempos en que las novelas no contenían referencias a cultura pop. Puedo decirles ya que eso era funesto. Puedo decirles también que quizás exageré al referirme a esas épocas como prehistóricas; en realidad, eran los ochenta. Por qué ahora me parecen tan lejanos y bizarros es un trabajo para historiadores y, tal vez, psiquiatras, y en cualquier caso eso es algo que no les concierne. Lo que si deben tener presente es que esa época existió y, aunque resulte difícil de creer ahora (lo repetiré por si acaso no lo han puesto en su merecida perspectiva), hubo un tiempo siniestro en que las novelas no hablaban de pop.
Los más jóvenes de ustedes se preguntarán, con toda la razón: “Entonces, ¿de qué rayos hablaban las novelas?”. Buena pregunta. Hablaban de la otra cultura; ya saben, la clásica. El protagonista ponía un disco de Bach y se sentaba a leer Catulo, ese tipo de cosas. Puesto así no parece una fatalidad por la que haya que lamentarse tanto, es cierto, como también lo es que esos detalles no afectan al desarrollo de la narrativa. Ustedes digan lo que quieran. Pero en aquellos días de infortunio anhelamos con desesperación que aparecieran Devo, Spiderman, los Who, lo que fuese con tal de que no fuera high-brow y marcase una diferencia clara con los libros de nuestros padres. Algunos incluso empezaron a plantearse el aplicar adhesivos para sustituir las referencias, como en esa viñeta del cómic Robotman en la que el asustado protagonista cambia las partes de miedo en un libro de terror: “Allí, enterrada en la tumba de Drácula, estaba su... Plancha de hacer gofres”. En fín, cómo puedo contarles, aquello era una lata.
Por suerte -y por Anagrama- llegó un momento en que empezaron a publicarse libros con claras menciones a la cultura pop. Algunos porque venían de su epicentro (como Colin McInnes o el primer Wolfe), otros porque pertenecían a una generación parecida a la nuestra y que compartía intereses, desde el punk a los comic-books (caso del Kureishi de “El buda de los suburbios”). El caso es que lo que era raro se tornó en mayor o menor medida habitual, y amaneció el día en que no era ofensa capital nombrar a los Jam o El Increible Hulk en una obra de narrativa. Aleluya.
Ya ven que me demoré un poco introduciéndoles en la materia, pero era vital que tomaran buena nota de aquello antes de hablarles de Jonathan Lethem (New York, 1964) y “La fortaleza de la soledad”. El propio autor lo dijo en la primera frase de su anterior trabajo “Huérfanos de Brooklyn”: “El contexto lo es todo” y ciertamente lo es. Aunque he intentado repetidas veces desligar la nueva obra de Lethem de su aplastante contexto histórico, me ha sido imposible. Pues ésta tal vez sea la historia de dos chicos (Dylan Ebdus y Mingus Rude, no se pierdan esos nombres de pila) y sus padres en el Brooklyn de los 70. Tal vez sea una historia sobre la infancia y sus enigmas pandilleros, o sobre la adolescencia y sus velocidades, sus tragedias cotidianas, sus intensidades. Tal vez esta novela hubiese funcionado igual con abstracciones y términos genéricos (ya saben, aquel irritante “Puso un disco” que tanto exaspera a los amantes del detalle; QUÉ disco, maldita sea, es lo que queremos saber), pero poco importa que elucubremos con esas posibilidades.
Lo cierto es que “La fortaleza de la soledad” es casi un tratado en referencias pop, nostalgias y detalles infinitesimales y que estos, lejos de ser una simple enumeración de términos para evocar melancolías de saldo, están tan embrollados en la trama que son indivisibles de ella. Gallina o huevo, ya nunca podremos saber si los apuntes pop han hecho que la narrativa explote con millones de colores o, por el contrario, la espléndida historia ha otorgado valor y significado a los múltiples guiños. Pero ya dijimos que nada de eso importa ya; miren, en cambio, algunas de las cosas que son vitales en el nuevo libro de Lethem: el graffiti, la música soul de los sesenta, la palestra y los juegos callejeros infantiles, los cÓmics de DC y Marvel, el punk rock, la aparición del rap, el crack, las bambas y la crítica rock. ¿No les parece fantástico? ¿No les parece inaudito? “Siempre había creido que hablar de esas cosas era ilegal” –comenta telefónicamente el propio Lethem- “Por eso no lo hice en mis primeras novelas. Siempre pensé que la narrativa requería un acto puro de invención de una vida ficticia. En “Huérfanos de Brooklyn” el protagonista tiene una mente que encuentra dificultad en describir el mundo real, y por eso está enamorado de las cosas físicas que le rodean. Así como tuve que encontrar una voz para él era importante que hiciera lo mismo con Dylan, Mingus y sus padres. Su religión es el arte, y éste les importa más que el mundo real. Por eso una vez hube decidido sus voces abracé el concepto y dejé fluir todo mi amor por el pop, el cine experimental, etc. Quise capturar el mundo que conozco, y quise que fuera una enciclopedia del Brooklyn de los 70, de la misma manera que en el “courage” de Dickens cada calle tiene un nombre de canción o una referencia; eso lo hace muy persuasivo”.
Ese alud de memorabilia tiene un protagonista paralelo que en ocasiones parece zamparse a los personajes que juegan a la charranca o bailan breakdance por sus callejuelas: Brooklyn, atrapado en un momento helado del tiempo, un lugar cambiante lleno de cosas relucientes y alimento de urracas culturales. Por ello podría decirse que “La fortaleza de la soledad” es una novela de barrio; pues, aunque pueda leerse en Tegucigalpa o Tombuctú, apunta milimétricamente las esquinas, la dignidad y la pasión por la ropa chillona de un barrio de clase obrera de Nueva York. Pero, ya dije, esos barrios se parecen mucho en todas partes. Se lo digo yo. “En mi anterior novela el lenguaje era universal” –explica- “Pero en esta quise un lenguaje autobiográfico, hacer una declaración cultural muy concreta. En ese sentido es una novela arqueológica, pues aparecen mi hermano, sus amigos, como en una capsula temporal. De hecho, para el tipo de lector que deseara hacer un viaje en el tiempo al Brooklyn setentas, ésta es la localización exacta. Eso también me asusta un poco, porque un escritor se involucra apasionadamente con sus personajes, y en el caso de una autobiografía eso es peligroso. Podríamos decir que “La fortaleza...” es una biografía sin máscara. Todos los personajes son mezclas de gente real; Dylan tiene pedazos de mi hermano, de mi mejor amigo Carl, y de un montón de chavales blancos de aquel Brooklyn. Incluso de personajes de novelas anteriores mías.” Disculpándonos, en este punto no podemos menos que hacer la pregunta más clicheada del universo literario: ¿Es el protagonista, pues, un reflejo del autor? “Por lo que he dicho, la novela está pidiendo a gritos una pregunta así. Pero no, no soy Dylan. Su padre, Abraham Ebdus, tiende más a ser un autorretrato de mí. La diferencia con Dylan es enorme, aunque suene pretenciosa: Yo soy un artista realizado y Dylan es un artista frustrado. Su abilidad para crear es, cuanto menos, retrasada”.
El periodista inglés Kevin Pearce confesaba recientemente que se había leido la novela “Dining on stones” de Iain Sinclair pasando páginas en busca de las ignotas referencias culturales. Un comportamiento enfermizo, aunque no por ello menos comprensible; los libros de Sinclair, con sus listas misteriosas de calles y seres olvidados de Londres, lo reclaman de rodillas. En cierto modo, aunque sería un error e iban ustedes a perderse una fenomenal obra de fiction, “La fortaleza de la soledad” también está suplicando a grito pelado que lo hagan. Que se obsesionen ustedes, los que se murieron de hambre esperando que llegara la avalancha novelizada de datos pop, con este festín de nombres y pormenores underground. Que lean en diagonal hasta encontrar a los Talking Heads, los Cuatro Fantásticos, Linterna Verde y Curtis Mayfield. Que subrayen y se congratulen a ustedes mismos por compartir y recordar superhéroes y discos. Pues, créanme, se van a hartar: “Ya era un amante de todo eso” –añade Lethem- “Al inventar el libro me estaba dando una excusa, una razón, para convertirme en un nerd. Y fue muy satisfactorio. Leer sobre música soul en periódicos antiguos, buscar a viejos amigos para recordar estilos, juegos y construir los personajes infantiles, escuchar toneladas de CDs. La parte del punk rock salió más fácil, por cercana, pero a la vez requería menos profundidad. En cuanto a cómics, siempre he preferido la Marvel, sus superhéroes de los 70 parecían vivir en el mundo real, y especialmente en New York, así que tras la acción podías distinguir detalles y caras de la vida neoyorquina. En particular me encanta el tipo de superhéroe alienado y solitario, pero que forma parte de un grupo, como Visión de Los Vengadores o Cinturón Negro en Los Inhumanos”. Pero a Lethem se le olvida una de las partes mejor documentadas y más certeras del libro; su retrato del Dylan adulto como crítico musical es de las más minuciosas del libro, e incluso se incluye un Interludio en forma de notas interiores de un CD imaginario. “Nunca he sido crítico” –afirma “Por eso me hace tan feliz que me digas eso, fue la parte más dura del trabajo. La gente asume que he realizado crítica musical porque fui editor del “2002 Best Music Writing”, pero la verdad es que nunca había escrito sobre música hasta hoy”.
Para finalizar, voy a añadir dos cosas que tal vez les sorprendan. La primera es que uno de los dos personajes se convierte en superhéroe, y eso no le quita un ápice de credibilidad a la obra (“Creí que el libro necesitaba un elemento de metáfora, de mito, algo mágico que evitara que se convirtiera en un documental”, matiza el autor). La segunda es que, como señalábamos anteriormente, “La fortaleza de la soledad” es una novela que paradójicamente continúa siendo universal a pesar de lo exagerado de su localismo. Tal vez sea porque las cosas diminutas y los secretos de pubertad también se parecen mucho en todas partes. “Habla de la dulzura de la amistad” –concluye- “y de lo duro que es hacerse mayor. Cada personaje forcejea con el dilema de conectar y la dificultad para comunicarse. Es como en el ejemplo del graffiti: son trabajos alienados, muy privados, pero que a la vez reclaman fama. En la adolescencia no quieres ser despreciado como un ser marginal, pero sí buscas el glamour de la rebelión”.
Kiko Amat

(Artículo aparecido anteriormente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia)