4 d’ag. 2005

Catorcephenia 4: El Enfermo

Soy hipocondríaco. Es una palabra de origen azteca: “Hipo” es “Maldito”, y “Condríaco” significa “Llorica”. Aunque anhelo ser tísico sólo consigo jaquecas y resacas, y eso no es óbice para que me esté lamentando todo el día. La musa enferma acompaña insistente a mi cara más marchita.

‘Dime’, contesta al ponerse.
Estoy sujetando el teléfono con una mano, mientras la otra presiona un trapo contra la brecha de mi cabeza. Acabo de golpearme contra la puerta de un armario, BANG, me he caído al suelo, he ido al lavabo, he visto el fin en esas cascadas de sangre. Sin embargo, al igual que los niños que no lloran hasta que no llega la madre, he visto que era inútil lamentarse en la soledad del apartamento vacío. Me disgusta ver como mis sollozos se marchitan sin orejas conmiserativas en las que echar raíces.
Así, he decidido que tenía que llamar a Naranja y despedirme de ella. Es lo mínimo que uno puede hacer después de tantos años. Naranja es mi novia, y su cabello es un gran matojo de fideos de azafrán. Tiene una piel como un mapamundi de pecas, con manchas que se juntan aquí y allí en continentes sin explorar.
Justo antes de llamar a la librería donde trabaja, me doy cuenta de que tengo que encontrar las palabras perfectas para ahuyentar toda sombra de alarma. Tengo que ir con tacto. Mucho tacto.
‘No te asustes por lo que voy a decirte...’, murmuro débilmente.
‘¿QUÉ HA PASADO? ¿DÓNDE ESTÁS?’
‘... pero me voy al hospital’.
‘DIOS MÍO ¿QUÉ SUCEDE?’
De alguna forma paranormal, Naranja ha leído a través de mí. No tiene sentido ocultarle la gravedad de la situación.
‘Ven inmediatamente. No tengo mucho tiempo’.
Y es que cuando me pongo enfermo, soy el más enfermo; cuando me lastimo, veo al Caronte remando en su canoa hacia a mi lecho. Mis gripes son representaciones de tres días de La Dama de las camelias. Ando por el piso en bata, pijama y bufanda, con esa pinta de dandy tuberculoso que Baudelaire llevó a extremos fantásticos. Obligo a los amigos que vienen a visitarme a que me ayuden a escoger los poemas de William Blake que sonarán en mi sepelio. Dejo vendas tiradas para que conjeturen lo peor. Cuando sufro tortícolis, trato de mover sólo la cintura, como si fuese un Madelman, o alguien a quien ha mordido una mamba negra.
Y me encanta.
El día que me fracturo el cráneo de forma letal, Naranja sale del trabajo para venir corriendo a verme. Cuando llega a casa sin aliento me encuentra delante del ordenador, escribiendo, una bolsa de hielo sujeta a la herida con un trapo atado alrededor de la cara. Como un huevo de pascua trepanado. Como un Humpty Dumpty con heridas leves.
‘¿Y bien? Pensaba que estabas muriéndote’. Sus brazos en jarras son un código naval que significa: T-E O-D-I-O.
‘¿Cómo?’, le contesto, apartando la mirada de la pantalla. ‘Ah, esto. Al final no era nada’. Le cuento lo que ha sucedido, y me preparo para escuchar sus palabras de aliento.
‘¿ESTÁS LOCO? ¡Me has dado un susto de muerte! ¡Y todo por un golpecito de nada!’.
‘Ahora vuelve a dolerme’, respondo. ‘Es más grave de lo que crees. De hecho, éstas podrían ser nuestras últimas palabras’.
Naranja se gira para irse. ‘Eres un demente. Nunca más voy a creerme tus histerias’.
‘Diles a los muchachos que no me olviden’, le respondo a su cogote.

KIKO AMAT

(Artículo publicado en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del miércoles 27 de Julio del 2005)