28 d’abr. 2005

Los Estados Unidos de Jesús

Un poco de Humor-ficción (o no?) para pasar estos tiempos de sobre-saturación informativa por parte de la Iglesia Católica Apostólica y Romana.
Chasque aquí para sonreir.

21 d’abr. 2005

El autor invisible

Thomas Pynchon El enigmático escritor americano da pocas señales de vida, pero el número de fuentes que le citan aumenta sin cesar.

Probando, probando
En el episodio llamado “Little Girl in the Big Ten” de la temporada 13 de Los Simpsons, Lisa descubre que puede hacerse pasar por estudiante de instituto, y pasa gran parte del capítulo deambulando por el campus con los ojos como platos; la intelectualidad de los cognoscenti está al fín a su alcance. En un momento en que Lisa fisga en la taquilla de otra estudiante descubre que entre sus libros se encuentra El arcoiris de la gravedad de Thomas Pynchon. La conversación que mantienen las dos se desarrolla así:
LISA SIMPSON (sorprendida): “¿Estás leyéndote El arcoiris de la gravedad?”
ESTUDIANTE (dándose aires): “Bueno, releyéndolo
Lo que que acaban de leer era una prueba que les he hecho para ver su condición de Pynchonistas. Si en estos momentos no están sonriendo y dándoles codazos a sus amiguitos sabihondos, congratulándose de haber pillado la broma, entonces no son ustedes auténticos fans de Pynchon. Y, por tanto, tendrán que leer lo que sigue.

El desaparecido
Thomas Pynchon es uno de los escritores más extraños del mundo. Nacido en Long Island en 1937, el escritor se matriculó en la universidad de Cornell e interrumpió sus estudios para alistarse en la armada. Después estudió inglés con Nabokov, escribió alguna historia corta y publicó su primera novela (V) en 1963; la novela ganó el William Faulkner Foundation Award a la mejor novela del año, y fue un éxito de crítica y público. La bizarría de Pynchon empieza justo ahí, y desde entonces ya no cesa. Pues el autor, inmediatamente después de debutar, desapareció. Han oido bien. Rehusó hacerse fotos de ningún tipo, recoger premios, dar entrevistas. N-A-D-A. Para cuando apareció su segunda novela (La subasta del 49), en 1966, hacía tres años que nadie le veía. En 1974 apareció El arcoiris de la gravedad, y fue la primera vez que la junta del premio Pulitzer revocaba un veredicto de sus jueces; en respuesta a la unanimidad de éstos, la junta consideró el texto “ampuloso” e “ilegible”. Cuando la novela sí ganó un segundo premio literario, el autor mandó a un actor a rechazarlo, rogando “por favor no me impongan algo que no deseo”. Sus dos siguientes novelas, Vineland y Mason & Dixon, mantuvieron la pauta marcada de éxito y anonimidad. ¿Saben como se deletrea un hecho así en la América de hoy? Se deletrea Teoría Conspiratoria, por supuesto. Un tal J.C. Batchelor declaró que Pynchon y J.D. Salinger –famoso también por su privacidad- eran la misma persona, y hacia 1990 sus perturbados fans montaron un número espantoso alegando que una señora llamada Wanda Tinasky (que escribía cartas a un periódico californiano) era en realidad Él. El salvador. Como los fans de Elvis, los Pynchonistas registran avistamientos de su héroe en los emplazamientos y bajo los aliases más absurdos.
Pero si se mira fríamente, la verdad es que no hay para tanto. En una de las pocas fotos que se conservan de su juventud puede apreciarse que el amigo Pynchon no era precisamente Paul Newman; es más, el tipo era un adefesio. Su decisión de no dejarse fotografiar nunca más podría perfectamente obedecer a algo tan prosaico como esto. Menor misterio aún esconde su reclusividad y su negativa a ser entrevistado; echen un vistazo sereno al mundo crítico-mediático de hoy en día y díganme, si se atreven, que no es como para esconderse en una cueva y no volver a salir.

Los avistamientos
Por todas estas razones, Pynchon es el icono perfecto para los que desean demostrar que están en el meollo. El escritor es la representación física de lo cool, alguien que combina todas las credenciales de valor, que está al filo del zeitgeist, que domina las subculturas y el pop y que encima escribe endiabladamente bien. Según este razonamiento, podría decirse que los libros de Pynchon son el equivalente literario de fenómenos musicales como Captain Beefheart, el Pop Group o los alemanes Neu!: complejos sin ser pretenciosos, retorcidos, difíciles de digerir, destinados a minorías que sufrirán los duros interrogantes planteados pero a la vez gozarán de una merecida iluminación final. De ahí la broma en Los Simpsons: haberse leído El arcoiris de la gravedad es llevar encima una enorme pancarta que diga “He sudado sangre para ser cool”. Imagínense habérselo releído.
Pero éste es sólo uno de los innumerables cameos que la obra de Pynchon ha protagonizado. En el John Larroquette Show se mencionaba un “avistamiento Pynchon”, y se hacía referencia a que éste llevaba una camiseta de Roky Erickson; aparentemente, el propio escritor había contactado con el programa para pedir que cambiaran la camiseta de Willy Deville por la de su músico favorito. En un episodio del Futurama de Matt Groening en el que sale una biblioteca del futuro puede verse un Anti-Gravity’s Rainbow. Y, de hecho, es a Groening a quien puede atribuírsele el mejor tributo a Pynchon existente. En el capítulo "The harpooned heart" de la temporada 13 de Los Simpsons, Marge se hace escritora, y su editor les pide notas publicitarias a Tom Clancy y a Pynchon. El segundo, con una bolsa de papel en la cabeza, aparece al lado de su casa (en el tejado se distingue un cartel que reza: “Casa de Tomas Pynchon. ¡Entren!”) gritando con su voz real al móvil: “Aquí tienes la nota: A Thomas Pynchon le encantó el libro tanto como le encantan las cámaras”. Inmediatamente después cuelga una pancarta con su nombre y exclama hacia los coches: “Hey, aquí! ¡Háganse una foto con un autor reclusivo! ¡Hoy, oferta con autógrafo! Pero, esperen-¡Aún hay más!”.
KIKO AMAT

(artículo publicado previamente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 18 de abril del 2005)

7 d’abr. 2005

El Dylan intertextual

Hay un momento de La vida de Brian en que el protagonista pierde una sandalia huyendo de los romanos, y ésta es utilizada por sus seguidores en un babel de interpretaciones contradictorias: “Debemos seguir la sandalia”, gritan algunos. “Debemos recolectar sandalias”, grita otro. Queda por un lado una multitud esgrimiendo teorías imposibles y, por el otro, un desesperado Brian gritando improperios en el desierto. Una imagen que es una metáfora perfecta para explicar la historia de Dylan y el carnicero sobreanálisis que sus letras han sufrido a lo largo de los años.
Dylan, para empezar, nunca creyó necesario explicar sus canciones. Él era el Americano Existencialista del que hablaba Norman Mailer en The white negro, el hipster iluminado que reconocía como único camino “divorciarse de la sociedad, vivir sin raíces, empezar el viaje sin mapas hacia los imperativos rebeldes del individuo”. Por ello le irritaba tanto ser asaltado por periodistas que le exigían puntualizaciones sobre sus letras; sólo hace falta ver “Don’t look back” de D.A. Pennebaker o leer cualquiera de sus entrevistas del periodo 1964-66 para darse cuenta de que, en aquella época, los que se erigen hoy como Dylanólogos hubiesen sido duramente maltratados por él. Es fácil imaginar qué hubiese pensado aquella comadreja beatnik de la demencial ultra-intelectualización a la que autoridades como Christopher Ricks someten a su obra. En su libro Visions of sin (Harper Collins) el autor divide la lírica Dylaniana en tres bloques temáticos: los siete pecados capitales, las cuatro virtudes cardinales y las tres gracias divinas. Una teoría que, obviamente, es pura monomanía y le sería devuelta al autor de un certero salivazo si no fuese por el estado gaga del Dylan actual. Antes de que todo esto se nos vaya de las manos, conviene recordar que éste no es Nostradamus y que el sentido de sus canciones, cuando existe, tiene explicaciones menos pomposas.
Para comprender las letras de Dylan uno debe familiarizarse con el concepto de intertextualización, un término que se utiliza en crítica literaria pero que nos viene que ni pintado para exponer el tema. Terry Eagleton lo define así: “Todos los textos literarios están sacados de otros textos literarios, no en el sentido convencional de que conservan restos de influencias, sino en el sentido radical de que cada palabra, frase o pieza es una versión de de otros escritos que preceden o rodean al trabajo original. La originalidad literaria no existe (...) toda la literatura es intertextual”. Los dos mundos que rodearon a Dylan desde un principio –el blues y el folk- desconocían del mismo modo este concepto de originalidad. En un entorno nacido de la tradición oral, el énfasis se ponía en el fraseado y la significance (o doble sentido nacido del periodo esclavista), nunca en la singularidad. Dylan, por consiguiente, desarrolló su estilo en un mundo en que no era pecado utilizar piezas de otros, sino todo lo contrario. Por eso “Girl from the North Country” se parece tanto a “Scarborough Fair”, “It’s all over now Baby Blue” tiene una frase del “Baby Blue” de Gene Vincent, “Percy’s song” repite el mismo estribillo que la tradicional “The wind & the rain” o “Subterranean Homesick blues” es casi una versión (demente, pero versión) del “Too much monkey business” de Chuck Berry. Con gran talento, Dylan cortaba y pegaba fragmentos de múltiples tradiciones (a las mencionadas anteriormente se añadían la poesía beat y la música country) para crear una voz propia. “Hey, canto canciones honestas y consistentes. Eso es todo”, declararía el artista en una entrevista para Robert Shelton en 1966. Su composición era producto de una tradición intertextual extremadamente rica que, mezclada con su talento melódico y gran habilidad poética, produjo piezas excepcionales de música popular; ni escondió grandes códices arcanos en sus letras, ni con ellas pretendía más que expresar una visión concreta (y rebelde) del mundo. Así que, por favor Dylanólogos, dejen ya de seguirle con la sandalia.
KIKO AMAT

(Artículo publicado anteriormente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia)

Este Beatle está muy vivo

Teorías conspiratorias Viejos rumores aseguran que Brian Jones, de los Rolling Stones, fue asesinado, y que Paul Mccartney murió en un accidente de coche en 1966.

1. En su apéndice al cómic From Hell, Alan Moore comparaba el caso Jack El Destripador a la figura conocida como el Copo de Nieve de Koch: un triángulo contenido en un círculo que se bifurca en nuevos triángulos cada vez más complejos, hasta que la silueta es tan intrincada que –teóricamente- se vuelve infinita; sin embargo, el triángulo nunca excede el círculo inicial. Lo mismo sucede con El Destripador, en cierto modo. A pesar de que cada nueva teoría conspiratoria añade detalles, el área de su búsqueda no puede exceder los confines de la historia: Otoño, 1888, Whitechapel. Por muchos datos inéditos que salgan a la luz, el asesino no se descubrirá jamás, así como no será posible incorporar nuevos personajes o situar al destripador con una sierra mecánica en Texas; el Copo de Nieve de Koch se quedará quieto en su círculo mientras los Ripperólogos lo rellenan de más y más información trivial. Tal vez sea cierto lo que dice Alan Moore: la mayor parte de las veces las teorías conspiratorias dicen más sobre los que las siguen que sobre el hecho en cuestión.

2. Brian Jones era el bueno de los Stones: era el más guapo, llevaba la mejor ropa, el mejor peinado (aquel champiñón que, en mi juventud, consideré el no-va-más del estilismo capilar), y tenía los mejores discos. Desgraciadamente, hace poco se ha demostrado que Jones era también un (con perdón) grano en el culo, una persona mezquina, irritable y caprichosa que trataba fatal a sus novias. Pero los Brianistas no debemos amedrentarnos por lo que, en el fondo y como diría David Cross, son “unos cuantos fríos e irrefutables hechos”. En nuestra ayuda acude la nueva película The wild and wycked world of Brian Jones (basada en el libro de Terry Rawlings Who killed Christopher Robin?) pues, no solo miente y pinta a nuestro hombre como un querubín angelical, sino que además insinúa que se lo cargó un constructor llamado Jack Thorogood. En el libro se atestigua que el tal Jack era amigo del road manager de los Stones Tom Keylock, que a su vez era el encargado de vigilar que el des-Stonizado Jones no se desmandara. ¿Se han hecho un lío? Es muy fácil. Como decía aquella canción de los Pagans, Mick y Keith ordenaron matar a Brian Jones, y no se hable más. ¿No ven que todos salimos ganando?

3. Pero, por supuesto, la mejor teoría conspiratoria es la que concierne a la muerte de Paul McCartney. Quizás su encanto resida en que, así como todos los ejemplos expuestos hasta ahora versan sobre fiambres, en ésta se habla de un hombre vivito y coleando. Es decir, sus seguidores –los PIDs, por Paul Is Dead- han conseguido superar el gran tabú de la teoría conspiratorio-homicida: el sujeto de su tesis se pasea por ahí rebosante de salud (a no ser que se trate de un montaje a lo Este muerto está muy vivo) y, por si fuera poco, cantando. Pero no crean que eso intimida a los PIDs: negando lo innegable, basan su discurso en una complicada cosmogonía repleta de claves que, eso hay que admitirlo, es fascinante. Como en el libro Jack The Ripper: The final solution de Stephen Knight, la teoría es mucho mejor que la realidad.
Se la cuento: Paul McCartney se dio una leche en coche en noviembre de 1966 y se mató. Para no acabar con la gallina de los huevos de oro, los Beatles decidieron organizar un concurso de dobles de Paul. Nunca se anunció un ganador, pero lo hubo: un tal William Campbell. Éste desapareció de la luz pública y aceptó convertirse a todos los efectos en el nuevo Paul. Poco después, a los tres Beatles restantes les entró un súbito ataque de remordimiento y decidieron inundar al mundo de pistas para que el timo se descubriese. Dependiendo del PID las pistas aumentan o disminuyen en número, pero se acepta que casi todas están en el periodo que abarca desde Sgt Pepper’s hasta Abbey Road; los que las sitúan antes de la supuesta muerte de Paul tienen en sus manos un grave problema cronológico que ardo en deseos de escuchar. ¿Saltos en el tiempo, tal vez?.
Algunas de las pistas más importantes son bastante conocidas: En Sgt.Pepper’s a Paul le señala el dios de la muerte indio Shiva; en la foto interior lleva una chaqueta militar con la inscripción “OPD” (las siglas de Oficialmente Muerto, en inglés); en Magical Mistery Tour, Paul es la morsa, un símbolo de la muerte en algunas culturas; si escuchan el final de “Strawberry Fields forever” al revés, se escucha la frase “I buried Paul” (“Yo enterré a Paul”); la procesión de la portada de Abbey Road es funeraria, cómo no, y Paul –que va descalzo- es el occiso; en el mismo disco se puede ver un Volkswagen con la matrícula “28 IF”, la edad de Paul si viviera en el momento de lanzar el LP. En realidad eran 27 pero en la India, dicen, se le añade un año a la fecha de nacimiento.
Por supuesto, nada de esto es cierto. Paul está vivo (aunque algunos, después de “Ebony & Ivory” o los Wings, desearan lo contrario) y el origen del rumor se atribuye a diversas fuentes, pero sobretodo a un leve accidente de moto que el músico sufrió en 1965. William Campbell no existió nunca. Las pistas, aunque ingeniosas, son falsas: Shiva no señala a Paul en las otras tomas, OPD es OPP (Ontario Provincial Police), la morsa no es el símbolo de la muerte en ninguna cultura terráquea, “I buried Paul” es en realidad (corroborado por el propio Lennon) “cranberry sauce”, y en la India no le añaden un año a nada. Todo un complejo montaje que, no obstante, fue lo suficientemente comentado para que el propio McCartney tuviese que desmentir su propia muerte en tres ocasiones, ni más ni menos. ¿Se imaginan algo más triste?: “Les juro que estoy vivo”. La teoría se complica y el Copo de Koch se queda allí, quieto en su círculo.
KIKO AMAT

(Artículo aparecido el 07 de abril en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia. Esta versión es, debido a la publicidad que entró en dicho periódico, sensiblemente más larga que la versión final y contiene algunos fragmentos inéditos)

4 d’abr. 2005

Tom Wolfe y la miseria estudiantil

Novela Tom Wolfe narra en Soy Charlotte Simmons la pérdida de inocencia de una universitaria americana en un campus plagado de nerds y jocks

“- ¿Alguna tiene cartas o algún juego de mesa?- sugirió Charlotte
- ¡Va, venga!¡Que ya no estamos en el insti! -bufó Bettina.
-¿Y una competición de chupitos, de esas que el que pierde tiene que beber?- propuso Mimi.
- ¿Chupitos de alcohol?- preguntó Charlotte, intentando tragarse el susto.”

Lo que acaban de leer es un fragmento de la última novela de Tom Wolfe; no se extrañen si ustedes también están intentando tragarse el susto. Como una condensación de Grease, las películas moralizantes de los 50’s, las telenovelas de Antena 3 y Friends, el párrafo expuesto reúne en unas pocas frases varios clichés de la vida adolescente americana. Y ello, por supuesto, inicia una controversia inevitable: Si, tal y como decía Martin Amis, toda escritura es una campaña contra el cliché, ¿desde cuándo han cambiado las tornas, y ahora la literatura es una defensa de aquel? La respuesta a esto la tiene Wolfe, como veremos, y muy especialmente la patología über-periodística que domina al escritor de New York.
Tom Wolfe es uno de los personajes que menor presentación necesitan en el mundo de la literatura. Habiendo estudiado su doctorado en Yale, el autor se hizo famoso al cambiar de rumbo y convertirse en El Cid del Nuevo Periodismo durante los años 60 y 70; como un reportero de guerra, el periodista hizo inmersión en las subculturas nacientes (surfers, bikers, mods, hippies), el arte pop, la “izquierda exquisita”, las celebridades, Vietnam y un largo etcétera, y es justo considerarle si no el mejor, sí uno de los mejores cronistas de su generación. La demencia y la rebeldía que le faltaban (y de las que Hunter S. Thompson iba sobrado), Wolfe las suplía con un gran ojo clínico, una pluma diseccionadora y una aplicada atención a los neologismos. Cuando Wolfe decidió probar suerte con la novela, su decisión lógica fue aplicar sus aptitudes al nuevo género, y eso trajo los éxitos de Elegidos para la gloria, La Hoguera de las vanidades o Todo un hombre. Las tres novelas versaban respectivamente sobre astronautas, tiburones de Wall Street y deportistas multimillonarios, y en todas ellas el autor se explayaba subrayando hasta el menor de los detalles; al fin y al cabo, eso es lo que sabía hacer.
Curiosamente, el escenario de la última novela de Wolfe no se aleja mucho de los anteriores. Su protagonista, Charlotte Simmons, es una bleda de las montañas de North Carolina que entra a una de las mejores facultades de los Estados Unidos, Dupont. La inocente, abstemia, reprimida Charlotte pasa a formar parte del ambiente universitario del campus para darse cuenta de que (¡Oh, no!) a nadie le importa un pimiento estudiar ni curtirse como persona, y que el resto de sus compañeros sólo tienen una cosa en mente: folgar, beber y darse cabezazos en las narices los unos a los otros. Difícilmente una sorpresa, se dirán, para cualquiera que haya estado atento a las frecuentes reposiciones de Porky’s, Desmadre a la Americana o al estreno de American Pie. El libro acaba de empezar y uno ya se está preguntando si es Charlotte la sorprendida o el propio Wolfe. Pero sigamos.
La mojigata estudiante conoce allí a tres chicos que representan en casi perfectos clichés los tres conocidos grupos de la universidad americana: el nerd, el jock, y el futuro banquero. Adam es el nerd, un periodista de la revista universitaria igual o más histérico que ella (“¡Sexo! ¡Sexo! ¡Estaba en el ambiente, mezclado con el nitrógeno y el oxígeno!”, pone en sus labios el escritor, sin duda ignorando que el nerd es el individuo con la actividad hormonal-autoamatoria más alta de las universidades). JoJo es el jock, un golem baloncestista que habla con monosílabos, está resentido con los jugadores negros y ansia dejar de ser un zote. Finalmente está Hoyt, el futuro broker prepotente y facha que se nos pinta como claramente dañino desde el principio. Alrededor de los cuatro se apretujan otros retratos típicos del campus yankee: el profesor ex-hippie, los negros pasotas, las groupies pendonas, el grupo de tías feas y víboras... Wolfe, con su ojo de lince, no deja ni uno solo por registrar.
Para ilustrar la historia, el autor utiliza un estilo presuntamente juvenil, lleno de frases en mayúsculas, cursivas, signos de admiración y, muy especialmente, argot; cordilleras de argot, auténticas exhibiciones de Nuevo Periodismo que hacen que uno se lo imagine apuntando ufano en su bloc la enésima aplicación de la palabra “fuck”. En ocasiones, Wolfe enloquece por su propia capacidad descriptiva y se extiende durante dos (¡2!) páginas hablando de jerga o siete (¡7!) relatando paso a paso la pérdida de virginidad de la protagonista. Pues -en efecto- como todo ejercicio voyeurístico de pérdida de inocencia juvenil, Charlotte tiene que ser engañada, medio violada, y vilipendiada por todas sus compañeras para poder redimirse.
El problema es que, cuando eso sucede, al lector le da lo mismo. Después de haber capeado los lugares comunes (el estudiante americano es un cliché con patas, así que hacia la mitad del libro uno ya no sabe si está viendo una buena descripción del sujeto o sencillamente “arte malo”, como describía Nabokov el cliché literario), el pausado ritmo de corrupción (Charlotte toma alcohol por primera vez en la página 598) y el irritante puritanismo de la protagonista (su “menopausia del espíritu”, que dirían los situacionistas), empatizar con ella no es posible. En este sentido, Soy Charlotte Simmons es el perfecto opuesto de El club de los canallas de Jonathan Coe; el grado de afecto que provocaban los personajes del segundo se replica en forma de sádica enemistad en el primero. El lector se sorprende deseándoles maldades a unos personajes que, en teoría, deberían despertar su simpatía.
¿Y por qué? Wolfe es un novelista veterano tratando por todos los medios de estar en la onda y demostrar que su ojo periodístico y su capacidad de captar a la juventud siguen en plena forma. Pero, como dicen los ingleses, “he’s trying too hard”; es decir, desea demostrar algo con tanta vehemencia que acaba resultando ligeramente embarazoso. Nadie niega que el ambiente de sus imágenes mantiene la atención al detalle de sus artículos; nadie discute que la jerga está brillantemente empleada. Y con todo, el resultado final le deja al lector un “qué más me da” en el alma que se parece mucho al que dejan las TV Movies de domingo. O quizás, sólo quizás, lo que sucede es que con el tema escogido es imposible evitar el cliché, por mucho que se intente.
Kiko Amat

(Artículo aparecido anteriormente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia)

Diario de una entrevista en Mundo-Bosé

Miguel Bosé. El cantante presenta su nuevo disco “Velvetina” (Warner, ’05) con 13 videoclips distintos de diferentes realizadores.

Día 1: Recibo una llamada de La Vanguardia. ‘¿Te gustaría entrevistar a Miguel Bosé? Acaba de sacar un disco’, me dicen. Primero creo que lo he oído mal y me cruza por la cabeza lo que dijo el rapper Ice T cuando se enteró que Charlton Heston le había denunciado: “I thought he was dead”. Después recuerdo que hace poco me propusieron cubrir los tres días de recitales de Isabel Pantoja y decido que alguien me quiere mal. Sin embargo, acepto; qué remedio me queda.

Día 2: “Hagamos una lista para que parezca que estamos consiguiendo algo”, decía una canción de los Van Pelt. Así, decido hacer una lista de las cosas que sé de Miguel Bosé sin mirar nada en Google. Me sale algo parecido a esto:
a) Su padre era torero.
b) De joven fue una estrella juvenil con camiseta ceñida y peinado de Radio Cincinatti. Cantaba una canción que se llamaba “Superman” y que, desgraciadamente, no era la de R.E.M. (versión de los Clique), y mucho menos la de Astrud. Era otra distinta, y ahora que lo pienso, creo que se llamaba “Supermen”. En plural; como si fueran muchos.
c) El otro éxito de la etapa popstar era “Don Diablo”, con un estribillo que decía: “...un besito chiquitín con un swing”. Al igual que con “American pie” o “Whiter shade of pale” (dos temas famosos por sus letras sin sentido) nadie entendió nunca lo que eso quería decir. Pero estoy seguro que si escuchabas el disco al revés contenía mensajes satánicos.
d) Sobre esa misma época salió en Verano Azul cantando algo que decía: “Tu y yo, somos dos taxis parados en la misma puerta...”. No, no era él. Pero el que salió se le parecía mucho, y también llevaba aquel cabello de estar atrapado en un hangar de pruebas para cazas. Acabo de recordar el nombre: Iván.
e) Cambió de look a mitad de su carrera, mutando en algo que recuerdo como una mezcla de samurai neo-romántico y La Cuaresma. Fue en esa época cuando sacó los éxitos “Bandido” y “Sevilla”. Aquel verano de 1984 fue especialmente confuso; yo lo recuerdo con una angustia estilo víspera de Pearl Harbour.
Cuando me queda claro que no sé nada más de Miguel Bosé, rompo la lista y entro en Google.

Día 3: Warner me invita a ver los vídeos en su oficina de las Ramblas. Había imaginado el momento como una multitudinaria rueda de prensa, quizás influido por un artículo de Jordi Costa sobre Alejandro Sanz publicado en este mismo suplemento. Al cabo de un nanosegundo de haber entrado, queda claro que no va a ser así. Veo los videos solo, con la única compañía de un oficinista de la discográfica y unos cuantos posters de Madonna y Phil Collins. Sentado allí, viendo pasar video tras video a vertiginosa velocidad, me siento como el Ozzymandias de Watchmen ante sus 40 pantallas de TV; la diferencia es que al terminar, yo no habré captado una idea de qué es el mundo, sino una idea de qué es Bosé.

Día 4: Sólo queda un día para hablar con él y está claro que me equivocaba en el punto anterior; aún no sé quién es Bosé. Sé que, como las estatuas de la isla de Pascua, siempre ha estado allí. Me resulta imposible imaginar un mundo Bosé-less, pues su persona siempre ha estado entrando y saliendo de los balcones del espectáculo. Desde mi punto de vista, Bosé es omnisciente y omnipresente, y forma parte del imaginario popular (dirigiendo su carrera con precisión, espolvoreándola con efectismos para asegurarse una permanencia constante en el boca-a-boca) de una manera que pocos artistas han conseguido. Sin embargo, empieza a quedarme claro que la calculada selectivización de su público no se ha efectuado sin una pérdida traumática de fans. Gente a la que le traen al fresco las modernidades del nuevo Bosé, sus guiños profundos (menciones a Kavafis, imágenes futuristas), gente que respondería con un “¿Ah, pero se había ido?” a la afirmación de que Bosé ha vuelto. Por supuesto estoy elucubrando y –ahora que lo pienso- ignoro si Bosé tiene fans aún. No me refiero a gente que le tolere en MTV Latino, sino fans de verdad; seres humanos que compren sus discos y lleven sus camisetas. Si no los hay, y a Bosé tampoco se le acepta en las esferas de lo cool, habremos de deducir que hay una razón: su pasado. Bosé quiere ser Michael Stipe, pero carece de sus raíces. Stipe grababa discos de pop independiente con R.E.M. en 1983, fecha en que sacaron “Murmur”. Bosé, por otra parte, cantaba “Bandido”. Y la gente, mezquina como es, no olvida.

Día 5: La llamada se retrasa. ¿Confundimos las horas? Pierdo la esperanza. Me digo que ya llamarán más tarde y me voy a afeitar ¿Lo adivinan? En efecto: Cuando tengo la cara llena de espuma suena el teléfono. Es Miguel Bosé y yo no quiero hacerme el gracioso, pero le cuento lo de la espuma; por si se me resbala el auricular, o algo. Bosé no se rie nada, aunque ofrece llamar más tarde. Misericordia, que diría Charlie Brown.
Durante la entrevista, Bosé utiliza un lenguaje semi-poético, lleno de metáforas kitsch y conceptos más grandes que el hombre: “inmortalidad guiada”, “territorio sonoro”, “procesos creativos”. Compara sus etapas pasadas con “manos de pintura” y el batiburrillo de videoclips con “una barra de labios y una sombra para resaltar las facciones”. En general, habla un lenguaje que me es familiar: el lenguaje del tipo al que han entrevistado cien veces aquel mismo día. No ofrece demasiadas pistas sobre sí mismo, redirige cualquier deriva conversacional hacia EL TEMA (“Eso es culpa del mercado. Pero estamos hablando de mí”, espeta cuando le comento sobre la gran cantidad de bazofia abyecta que satura el mercado musical) y, en fín, no es alguien muy fascinante de entrevistar. Qué quieren que les diga. Es educado, articulado y –como tantos otros artistas de su talla- vive en un mundo Bosé-céntrico. Y eso ocasiona un tremendo handicap profesional para cualquier periodista que no esté especialmente interesado en Mundo-Bosé.
Así, la entrevista termina y aún no tengo la menor idea de quién o qué es Bosé. Solo en un instante Bosé baja del atrio, y es cuando le comento la pauta global que sigue la industria hacia las letras con temática social. Me perdonarán si transcribo la conversación íntegra.
Bosé: Hay quien quiere ser proselitista y panfletario y hay quien prefiere reflejar sus inquietudes sin politizarlas.
Yo: En este país a la gente le cuesta mucho definirse políticamente. Por ejemplo, ¿en qué lugar del espectro político te sitúas tú?
B: Eres el único español que no se ha enterado. ¿De qué año eres?
Yo: (azorado) Del ’71.
B: Te lo cuento porque eres muy joven. Soy socialista de toda la vida.
Yo: ¿Socialista del PSOE o socialista de siempre?
B: (Confuso) ¿Qué quieres decir?
Yo: (tartamudeando) S-Socialista de la definición original o socialdemócrata.
B: Socialista de Felipe González.
Yo: ¿Cómo has pasado estos años bajo el régimen de Aznar? Lleno de rabia, imagino.
B: No, con sopor. La rabia es agotadora.


ALGUNOS VIDEOCLIPS
En Warner repiten varias veces la palabra “transgresor”, preparándome para lo que se supone será una experiencia escalofriante. Imagino coprofagia, pedofilia y terrorismo islámico, y me equivoco; como suele pasar en estos casos, no había nada que temer.
Ojalá ojalá”: Conseguida estética futurista-Pravda, inocente demanda social (“...ojalá que la vida sea justa”) y mezcla de idiomas a lo Neolengua de Orwell. Música techno étnica retumbante.
May day”: Imagen de video 80’s (aquellos clips tan divertidos con plastilina y efectos), y Bosé con cuerpo de títere. Menciones transversales a artistas de culto. Música que parece una resurrección contra-natura de La Unión y Olé-Olé.
Ella dijo no”: Se me apunta que es el más transgresor. En realidad es blandengue soft-porn lésbico en el escenario de Wah-Wah, mi tienda de discos favorita en Barcelona. ¿Es que ya no hay nada sagrado?
No se trata de”: Inquietante despliegue de imágenes del artista como hombre sencillo, barriendo un piso y tumbado en la cama, canturreando. Podría ser una reflexión sobre la vida cotidiana, pero no estoy muy seguro.
Paro el horizonte”: Paisajes amazónicos a lo Enya y balada trip-hop-new age, contrapicados de National Geographic y de película de Amenábar. Mensaje difuso otra vez, pero apuesto a que se trata de una tímida reivindicación ecologista en plan Sting.
La tropa del rey”: Grandioso clip lleno de imágenes años 30, estadísticas, embriones, tanques y serpentinas. Constante bombardeo y movimiento, espléndidos montajes. Cuando termina, me doy cuenta de que no me he fijado en la canción; me doy cuenta también de que se trata precisamente de eso.
De la mano de Dios”: Cuando en la serie inglesa The Office deciden hacer mofa de un video ochentas a lo Glenn Medeiros sale precisamente lo que en éste. Todo blanco, cortinas que ondean al viento, playa lejana, sábanas revueltas, artista descalzo y en camisa holgada. Si cierro los ojos me parece ver a David Brent con rimel cantando “If you don’t know me by now”.
Kiko Amat

(Artículo aparecido anteriormente en el suplemento Cultura/S de La vanguardia)

Diccionario de nombres Pop

Como ya avisamos hace unos días, a partir de ahora publicaremos en el blog todos mis artículos para el Cultura/S de La Vanguardia según vayan apareciendo en el suplemento. En primer lugar rescataremos algunos que no llegaron a colgarse (no todos, pues hay ya unas cuantas decenas) y, a partir de ahí, los frescos seguirán apareciendo con regularidad.
Empezando con la prometida entrevista a Jonathan Lethem, que incluyo.

Novela. Punk, graffiti, discos de soul, cómics y bambas Pro-Keds, revueltos en un libro que es casi un tratado sobre el crecer en el Brooklyn de los 70.

DICCIONARIO DE NOMBRES POP

Hubo una época fría y oscura en la noche de los tiempos en que las novelas no contenían referencias a cultura pop. Puedo decirles ya que eso era funesto. Puedo decirles también que quizás exageré al referirme a esas épocas como prehistóricas; en realidad, eran los ochenta. Por qué ahora me parecen tan lejanos y bizarros es un trabajo para historiadores y, tal vez, psiquiatras, y en cualquier caso eso es algo que no les concierne. Lo que si deben tener presente es que esa época existió y, aunque resulte difícil de creer ahora (lo repetiré por si acaso no lo han puesto en su merecida perspectiva), hubo un tiempo siniestro en que las novelas no hablaban de pop.
Los más jóvenes de ustedes se preguntarán, con toda la razón: “Entonces, ¿de qué rayos hablaban las novelas?”. Buena pregunta. Hablaban de la otra cultura; ya saben, la clásica. El protagonista ponía un disco de Bach y se sentaba a leer Catulo, ese tipo de cosas. Puesto así no parece una fatalidad por la que haya que lamentarse tanto, es cierto, como también lo es que esos detalles no afectan al desarrollo de la narrativa. Ustedes digan lo que quieran. Pero en aquellos días de infortunio anhelamos con desesperación que aparecieran Devo, Spiderman, los Who, lo que fuese con tal de que no fuera high-brow y marcase una diferencia clara con los libros de nuestros padres. Algunos incluso empezaron a plantearse el aplicar adhesivos para sustituir las referencias, como en esa viñeta del cómic Robotman en la que el asustado protagonista cambia las partes de miedo en un libro de terror: “Allí, enterrada en la tumba de Drácula, estaba su... Plancha de hacer gofres”. En fín, cómo puedo contarles, aquello era una lata.
Por suerte -y por Anagrama- llegó un momento en que empezaron a publicarse libros con claras menciones a la cultura pop. Algunos porque venían de su epicentro (como Colin McInnes o el primer Wolfe), otros porque pertenecían a una generación parecida a la nuestra y que compartía intereses, desde el punk a los comic-books (caso del Kureishi de “El buda de los suburbios”). El caso es que lo que era raro se tornó en mayor o menor medida habitual, y amaneció el día en que no era ofensa capital nombrar a los Jam o El Increible Hulk en una obra de narrativa. Aleluya.
Ya ven que me demoré un poco introduciéndoles en la materia, pero era vital que tomaran buena nota de aquello antes de hablarles de Jonathan Lethem (New York, 1964) y “La fortaleza de la soledad”. El propio autor lo dijo en la primera frase de su anterior trabajo “Huérfanos de Brooklyn”: “El contexto lo es todo” y ciertamente lo es. Aunque he intentado repetidas veces desligar la nueva obra de Lethem de su aplastante contexto histórico, me ha sido imposible. Pues ésta tal vez sea la historia de dos chicos (Dylan Ebdus y Mingus Rude, no se pierdan esos nombres de pila) y sus padres en el Brooklyn de los 70. Tal vez sea una historia sobre la infancia y sus enigmas pandilleros, o sobre la adolescencia y sus velocidades, sus tragedias cotidianas, sus intensidades. Tal vez esta novela hubiese funcionado igual con abstracciones y términos genéricos (ya saben, aquel irritante “Puso un disco” que tanto exaspera a los amantes del detalle; QUÉ disco, maldita sea, es lo que queremos saber), pero poco importa que elucubremos con esas posibilidades.
Lo cierto es que “La fortaleza de la soledad” es casi un tratado en referencias pop, nostalgias y detalles infinitesimales y que estos, lejos de ser una simple enumeración de términos para evocar melancolías de saldo, están tan embrollados en la trama que son indivisibles de ella. Gallina o huevo, ya nunca podremos saber si los apuntes pop han hecho que la narrativa explote con millones de colores o, por el contrario, la espléndida historia ha otorgado valor y significado a los múltiples guiños. Pero ya dijimos que nada de eso importa ya; miren, en cambio, algunas de las cosas que son vitales en el nuevo libro de Lethem: el graffiti, la música soul de los sesenta, la palestra y los juegos callejeros infantiles, los cÓmics de DC y Marvel, el punk rock, la aparición del rap, el crack, las bambas y la crítica rock. ¿No les parece fantástico? ¿No les parece inaudito? “Siempre había creido que hablar de esas cosas era ilegal” –comenta telefónicamente el propio Lethem- “Por eso no lo hice en mis primeras novelas. Siempre pensé que la narrativa requería un acto puro de invención de una vida ficticia. En “Huérfanos de Brooklyn” el protagonista tiene una mente que encuentra dificultad en describir el mundo real, y por eso está enamorado de las cosas físicas que le rodean. Así como tuve que encontrar una voz para él era importante que hiciera lo mismo con Dylan, Mingus y sus padres. Su religión es el arte, y éste les importa más que el mundo real. Por eso una vez hube decidido sus voces abracé el concepto y dejé fluir todo mi amor por el pop, el cine experimental, etc. Quise capturar el mundo que conozco, y quise que fuera una enciclopedia del Brooklyn de los 70, de la misma manera que en el “courage” de Dickens cada calle tiene un nombre de canción o una referencia; eso lo hace muy persuasivo”.
Ese alud de memorabilia tiene un protagonista paralelo que en ocasiones parece zamparse a los personajes que juegan a la charranca o bailan breakdance por sus callejuelas: Brooklyn, atrapado en un momento helado del tiempo, un lugar cambiante lleno de cosas relucientes y alimento de urracas culturales. Por ello podría decirse que “La fortaleza de la soledad” es una novela de barrio; pues, aunque pueda leerse en Tegucigalpa o Tombuctú, apunta milimétricamente las esquinas, la dignidad y la pasión por la ropa chillona de un barrio de clase obrera de Nueva York. Pero, ya dije, esos barrios se parecen mucho en todas partes. Se lo digo yo. “En mi anterior novela el lenguaje era universal” –explica- “Pero en esta quise un lenguaje autobiográfico, hacer una declaración cultural muy concreta. En ese sentido es una novela arqueológica, pues aparecen mi hermano, sus amigos, como en una capsula temporal. De hecho, para el tipo de lector que deseara hacer un viaje en el tiempo al Brooklyn setentas, ésta es la localización exacta. Eso también me asusta un poco, porque un escritor se involucra apasionadamente con sus personajes, y en el caso de una autobiografía eso es peligroso. Podríamos decir que “La fortaleza...” es una biografía sin máscara. Todos los personajes son mezclas de gente real; Dylan tiene pedazos de mi hermano, de mi mejor amigo Carl, y de un montón de chavales blancos de aquel Brooklyn. Incluso de personajes de novelas anteriores mías.” Disculpándonos, en este punto no podemos menos que hacer la pregunta más clicheada del universo literario: ¿Es el protagonista, pues, un reflejo del autor? “Por lo que he dicho, la novela está pidiendo a gritos una pregunta así. Pero no, no soy Dylan. Su padre, Abraham Ebdus, tiende más a ser un autorretrato de mí. La diferencia con Dylan es enorme, aunque suene pretenciosa: Yo soy un artista realizado y Dylan es un artista frustrado. Su abilidad para crear es, cuanto menos, retrasada”.
El periodista inglés Kevin Pearce confesaba recientemente que se había leido la novela “Dining on stones” de Iain Sinclair pasando páginas en busca de las ignotas referencias culturales. Un comportamiento enfermizo, aunque no por ello menos comprensible; los libros de Sinclair, con sus listas misteriosas de calles y seres olvidados de Londres, lo reclaman de rodillas. En cierto modo, aunque sería un error e iban ustedes a perderse una fenomenal obra de fiction, “La fortaleza de la soledad” también está suplicando a grito pelado que lo hagan. Que se obsesionen ustedes, los que se murieron de hambre esperando que llegara la avalancha novelizada de datos pop, con este festín de nombres y pormenores underground. Que lean en diagonal hasta encontrar a los Talking Heads, los Cuatro Fantásticos, Linterna Verde y Curtis Mayfield. Que subrayen y se congratulen a ustedes mismos por compartir y recordar superhéroes y discos. Pues, créanme, se van a hartar: “Ya era un amante de todo eso” –añade Lethem- “Al inventar el libro me estaba dando una excusa, una razón, para convertirme en un nerd. Y fue muy satisfactorio. Leer sobre música soul en periódicos antiguos, buscar a viejos amigos para recordar estilos, juegos y construir los personajes infantiles, escuchar toneladas de CDs. La parte del punk rock salió más fácil, por cercana, pero a la vez requería menos profundidad. En cuanto a cómics, siempre he preferido la Marvel, sus superhéroes de los 70 parecían vivir en el mundo real, y especialmente en New York, así que tras la acción podías distinguir detalles y caras de la vida neoyorquina. En particular me encanta el tipo de superhéroe alienado y solitario, pero que forma parte de un grupo, como Visión de Los Vengadores o Cinturón Negro en Los Inhumanos”. Pero a Lethem se le olvida una de las partes mejor documentadas y más certeras del libro; su retrato del Dylan adulto como crítico musical es de las más minuciosas del libro, e incluso se incluye un Interludio en forma de notas interiores de un CD imaginario. “Nunca he sido crítico” –afirma “Por eso me hace tan feliz que me digas eso, fue la parte más dura del trabajo. La gente asume que he realizado crítica musical porque fui editor del “2002 Best Music Writing”, pero la verdad es que nunca había escrito sobre música hasta hoy”.
Para finalizar, voy a añadir dos cosas que tal vez les sorprendan. La primera es que uno de los dos personajes se convierte en superhéroe, y eso no le quita un ápice de credibilidad a la obra (“Creí que el libro necesitaba un elemento de metáfora, de mito, algo mágico que evitara que se convirtiera en un documental”, matiza el autor). La segunda es que, como señalábamos anteriormente, “La fortaleza de la soledad” es una novela que paradójicamente continúa siendo universal a pesar de lo exagerado de su localismo. Tal vez sea porque las cosas diminutas y los secretos de pubertad también se parecen mucho en todas partes. “Habla de la dulzura de la amistad” –concluye- “y de lo duro que es hacerse mayor. Cada personaje forcejea con el dilema de conectar y la dificultad para comunicarse. Es como en el ejemplo del graffiti: son trabajos alienados, muy privados, pero que a la vez reclaman fama. En la adolescencia no quieres ser despreciado como un ser marginal, pero sí buscas el glamour de la rebelión”.
Kiko Amat

(Artículo aparecido anteriormente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia)