25 d’ag. 2006

Penes arrabiatta

Porno español Un nuevo libro del periodista Jordi Costa nos desvela las interioridades de la industria del cine X nacional

1. Si algun día me cargo a alguien –ganas no me faltan- lo haré en un Sex Shop. Piénsenlo bien: ¿En qué otro lugar del mundo puede alguien preservar su anonimidad de la misma forma? En El arcoiris de la gravedad, Pynchon incluso utilizó la comparación “reflejos de comprador de pornografía” para definir un brusco apartar de mirada; en ningun otro establecimiento, es verdad, tanta gente evita el contacto visual. Recuerdo haber pasado más de quince minutos seguidos en uno (lo visité por razones, ejem, puramente antropológicas) sin que ni una sola persona diera signos de haber percibido mi presencia, pero al tiempo sin que nadie chocara contra mí. Ver a cuarenta murciélago-humanos con sónar pornográfico es algo que no se olvida, se lo juro. Eran como trífidos del libro de Wyndham, sólo que sus sensores detectaban tetas en lugar de carne putrefacta: Bzzzz-buscar-vagina-bzzzz-buscar. En un ambiente así, todo está permitido: bájense los pantalones, defequen en el suelo, cómanse a un bebé. Pero sobretodo, como decía la canción, no miren a los ojos de la gente.

2. El valor de El sexo que habla, el nuevo libro del periodista Jordi Costa, es precisamente que mete los ojos entre los calzones del porno español, en los pliegues ocultos por los ocasionales destellos de glamour que percibimos en programas televisivos, cuando una estrella porno aparece cinco minutos meneando la cigala y todos los tuneador-reponedores suspiran de envidia en sus casas. Leer el libro es talmente como fisgar por la cerradura mientras un montón de tipos en pelotas mueven el culo bajo los focos, y luego seguir mirando cuando al terminar encienden un cigarrillo y se cuentan chismorreos. En un momento les contaré yo algunos, pero antes, un descubrimiento que quiero compartir: las películas porno aún tienen nombres absurdos. ¿Se acuerdan cuando con sus amigos agarraban los anuncios de cines X y se morían de risa con títulos como Vamos a la carga con la cosa que se alarga? Bueno, pues hoy es igual. Mujer madura la busca dura (98), Vivir follando (99), El limbo y los culos según José (99) y Marranas con ganas (04) son algunos filmes recientes. En serio.
El libro de Costa está construido mediante entrevistas a testimonios que tienen que ver de alguna forma con la industria del porno. Hay actores, actrices, productores, periodistas, directores y empresarios. El autor interviene de vez en cuando con reflexiones puntuales, teorizando en el estilo erudito-pop que le caracteriza y enlazando un tema con otro. Debe decirse que Costa sigue en plena forma; tanto cuando define al actor porno como “el Superman hipersexualizado de un Clark Kent postrado en el sofá”, como cuando describe el tugurio al que ha ido a parar como “un extrañísimo local (...) entre el paleo-pub y la rancio-boîte”, su prosa ensayística es siempre incisiva y mordaz. Sin embargo, las joyas de este libro son las declaraciones de los protagonistas. Un nuevo aviso: en el mundo del porno todo el mundo habla raro. Como sucedía con el personaje que interpretaba Lloyd Bridges en la película Hot Shots, cada frase de pornografista viene envuelta en un halo de delirio: “éramos la última mierda del desierto”, “Félix Rodriguez de la Fuente fue el precursor del gonzo” y, en general, cualquier cosa que diga el productor Isi Lucas, ese enajenado Zaratustra de la incongruencia grandilocuente.
El sexo que habla repasa pues la edad de piedra de la industria nacional de la mano del director José María Ponce y la actriz María Bianco, aquella señora más bien feucha que alguien nos define como “la típica mujer de al lado que te viene a pedir la sal con los rulos puestos”. Dicho así ya no suena muy excitante, pero consigue empeorar cuando ella misma admite ser “un desastre” y “cervecera, además”. Avanzando en el tiempo aparecen los clásicos Nacho Vidal, Max Cortés y Toni Ribas, el triunvirato de actores porno ibérico famosos, pero también personajes tragicómicos como Candela (“tenía el problema de los granos en el culo”) o Álex Egea, La Bestia (“trempaba hasta con un grifo” y “era más feo que pegar a un padre” dan una idea clara de su perfil). Hay momentos míticos que marcan un antes y un después, como la aparición de Perras Callejeras (el porno del 97, no la peli que le costó el empleo a la antigua presentadora de Sabadabadá), las guerras contra el emporio Private, los devaneos artie del director Ramiro Lapiedra (que declara, no se rían, estar influenciado por Bataille y Nietzsche) o el capítulo “Un sueño hecho realidad”, donde el fanzinero pasado a actor-director Torbe narra en un soliloquio su ascensión al estrellato y suelta ostras perlíferas como “cada puta es un mundo” o “somos todos iguales, hijos de un mismo Dios”. El Séneca del semen, ya ven.
De una a otra cosa vamos aprendiéndolo todo sobre el X de aquí, a veces sonriendo, a veces con lágrimas, a veces retorciéndonos a risotadas. Porque una cosa parece ser común en el porno peninsular: el candor. Una inocencia de Spinal Tap, descacharrante, aquella que se pronuncia con total convencimiento, sin reparar en el lugar común o la ridiculez. Frases como “todos creíamos en algo”, “quiero explotar mi lado de actor” o la candidez a lo Poderosa Afrodita de la felatriz Laura Brent, que declara que se introdujo en el porno para poder pasar al cine convencional, se pronuncian sin risa nerviosa, sin sonrojo. Al final, es Ponce (una de las mentes más lúcidas del asunto) el que deja claras las cosas al decir: “Seamos realistas: el porno es el porno y está para lo que está”. Y para lo que está, es para masturbarse; lo demás, perdonen la gracia, solo es paja.
Kiko Amat

(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia el día 5 de julio de 2006)