28 de des. 2009

Mallas, mammas y mecanos



Los musicales mainstream en Barcelona, hoy

A mi abuelo, que en paz descanse, le encantaba la zarzuela; junto al tango, era su género predilecto. Uno de los recuerdos más entrañables que conservo de él es cómo imitaba la manera en que, en la zarzuela, se pasaba del fragmento hablado al cantado. Sí hombre, cuando hacen esto:

Jimena: Cuanto tiempo sin verle, Don Pirulo.
Don Pirulo: Pues sí, señorita Jimena, he de decirle que (mirando de repente hacia el público y abriendo ambos brazos) ¡A SU CASA ME HE ACERCAAAOOOO CON UN RAMOOO DE AZUCENAAAAS!

Cada vez que me cantaba fragmentos parecidos a éste que acabo de inventarme (y lo hacía a menudo, porque mi abuelo y, por consiguiente, toda la familia, venimos de estirpe cómico-esperpéntica), el hombre lloraba de la risa. Y no precisamente porque le pareciera un género patético, sino porque mi abuelo sabía que no era una dicotomía encontrar risible algo que a la vez daba un gran placer. Una de las cosas que nos distinguen a los humanos de los cuadrúpedos y algunos escritores argentinos es el sentido del humor: el saber reírnos del mundo, de nosotros mismos y de las cosas que nos gustan. Sería más fácil respetar a la gente con gusto atroz si, al menos, fuesen capaces de tomar ejemplo y admitir la ridiculez inherente en algunos de sus géneros favoritos.

Todo esto (ya va, ya va) viene a cuento de los musicales: Hay algo cómico en muchos de ellos, no me digan. Y naturalmente no me refiero a los que fueron concebidos como obras esencialmente cómicas, como es el caso de las creaciones victorianas de Gilbert y Sullivan (tan llenas de delicioso wit y ripios tronchantes) sino a los que vienen de serie con intenciones serias. Desde muy niño que me parto de risa con los musicales, y desde luego sin el talante de mi difunto abuelo: yo me río por no llorar, una sensación que conjugo con el mirar a mi alrededor y preguntarme: “¿Soy el único a quién le hace gracia todo esto?”. Tras hablar con Naranja, mi mujer, sobre esta particular dolencia, estoy tentado de atribuirla a (y sumarla como una más en la larga lista de) serias diferencias entre sexos. A mi señora, a pesar de su gusto exquisito y sus modales refinados, le encantan Grease, Siete Novias Para Siete Hermanos, Flashdance y también Dirty Dancing; especialmente Dirty Dancing. Ustedes se preguntarán: ¿Pero los encuentra cómicos, o no? No sé que decirles: vaga y veladamente, sí. Pero eso no quita que se emocione con el trozo de la sandía en Dirty Dancing. Y que, como sucede cuando uno trata de meterse con el suegro, sea éste un terreno Vetado a Bromas Ajenas: de los musicales, sean fílmicos o teatrales, se pueden reír sus adláteres, no los gentiles como usted y yo. Nosotros hemos de permanecer callados y conteniendo el estallido de risa en las mejillas cada vez que vemos como una crew de rudos leñadores suelta de repente las hachas y empieza a dar saltitos amanerados por encima de las mesas.

Quizás lo que provoca que los musicales sean a menudo una cosa tan horripilante es el tema (o artista) escogido para homenajear. En las grandes urbes como Barcelona siempre hay una variada selección de musicales en los teatros, y algunos de los más míticos resultan espantosos porque nacen de una chocante -y espectacularmente desaconsejable- selección temática. Es decir: No puede esperarse que salga una obra maestra de un musical que homenajea a ABBA como es ¡Mamma Mia!. Soy perfectamente consciente de que grandes prohombres de la composición musical (como Stephen Merrit, de The Magnetic Fields, o Manolo Martínez, de Astrud) tienen en gran estima al cuarteto escandinavo fabricante de hits, y uno se siente tentado a darles la razón al pensar en canciones como “Dancing queen” o “Waterloo”. Pero vuelvan en sí. Para salir de este trance hipnótico sólo tienen que pensar dos palabras: Una es “Chiquitita”, y la otra es “Fernando”; indudablemente, dos de las canciones más antipáticas de la historia de la humanidad. Por desgracia, mi argumento cojea porque la segunda no aparece en ¡Mamma Mia!, pero ya entienden lo que quiero decir. Uno no puede esperar que cualquier cosa que lleve “Chiquitita” y protagonice Nina “Marca Mía” pueda ser emocionante o capital para nuestra raza. Recuerden, además, que la letra española de la canción contiene la frase: “Otra vez vas a bailar y serás feliz / Como flores que florecen”. No es casualidad que ésta fuera la sintonía del programa de divulgación retrógrada Un mundo para ellos, auténtico downer televisivo para todos los niños de los primerísimos 80’s. Si “Chiquitita” deprime más que una versión funeraria del “Love will tear us apart”, imagínensela canturreada a voces por una ensemble de danzarines en el Paralelo. El horror, el horror.

Corroborando lo dicho al principio de este párrafo -a saber, que jamás realizan musicales sobre artefactos, grupos o artistas majestuosos- está, cómo no, Hoy no me puedo levantar, el musical sobre Mecano. Es por cosas como éstas que los musical-escépticos somos los amargados que somos: Porque... ¿Por qué no una historia musicada del POUM, o de la vida de Little Richard, o de subculturas violentas? O, en el caso cercano que nos ocupa: ¿Por qué no dedicar un musical a alguno de los cientos de grupos fetén que surgieron en España a principios de los 80? Incluso entre los superventas, el mercado estaba lleno de bandas decentes y con canciones preciosas: Imagínense “Mi patria en mis zapatos: Un musical sobre las canciones de El Último de la Fila”. O sea, esto sí iría a verlo. Me importa un comino si la cantan siete tíos vestidos de curas en tutú: algo como “Insurrección” no puede desgraciarse así como así. Pero no, han tenido que estrenar uno sobre Mecano. Sólo la ristra de insultos y juramentos (con esvásticas y serpientes) que sueltan los personajes de los tebeos de Ibáñez cuando se pillan un juanete podría darles una idea de lo que pienso de Mecano. Mi intención original a la hora de escribir este libelo era ir a ver Hoy no me puedo levantar y luego redactarles un artículo gonzo, como he hecho en tantas ocasiones -onerosas para mí-, pero complicaciones de última hora lo impidieron. Tanto mejor, porque de no haber sido así estaría escribiendo esto desde el calabozo. Puedo imaginar el ataque homicida-hulk que me hubiese sobrevenido al escuchar “Barco a Venus”, y créanme si les digo que no hubiese sido de aquellos que se pueden reducir sin porras.

Otros dos estrenos de esta temporada Barcelonesa son Fama y La Bella y la Bestia. La primera dura dos horas y media, no les digo más: dos horas y media observando cómo personas con calentadores dan tumbos y cantan de esa manera que ha popularizado OT, abutifarrando seis tonos en cada nota (el resultado suena como si estuviesen tratando de estrangular a la Castafiore mientras ella salta repetidamente sobre un jilguero). En cuanto a La Bella y la Bestia, no puedo añadir nada que no venga macerado en un extremo prejuicio contra el tío Walt y cualquiera de sus creaciones. Supongo que no ignoran que la ley de copyrights americana que se pasó en 1998 fue consecuencia directa del lobbying Disney (y de la viuda de Sonny Bono, que enajenadamente propuso que el copyright fuese eterno). Gracias a ello se extendió el término a 120 años, si la autoría de la obra era corporativa, y 70 si no lo era. Tras leer todo esto, ¿Cómo pretenden que vaya y me siente a ver una obra Disney? Me sentiría como viendo Gestapo; The Musical.

Y luego está Andrew Lloyd Webber. Actualmente no hay ninguna obra suya en cartelera, pero no se preocupen que, sea cual sea la troupe que la interpreta, volverá. Siempre lo hacen. Copiando una frase que Jordi Costa dijo sobre Amenábar, podría afirmarse que Webber es el gotelé de los musicales: lo más feo, indefendible y carente de atributos. Ha hecho musicales sobre gatos, sobre la odiosa Eva Perón y sobre Cristo. Webber es un tío que no respeta nada. Les contaría de qué va su célebre hit Starlight Express, pero no tengo la menor idea. Juzgando por los carteles que vi cada maldito día en el metro durante los cinco años en que viví en Londres, va de mentecatos fosforescentes en rollerskates. Un momento; acabo de leerlo en Wikipedia: va de trenecitos. Trenecitos que cobran vida en la mente de un niño, transformándose en pazguatos luminescentes sobre ruedas. Y la gente se pregunta luego por qué este mundo está condenado al armaggedon.

Tras leer mi artículo, ustedes se preguntarán: Pero, ¿Hubo alguna vez musicales buenos? Por supuesto: los clásicos. Aquellos en los que tocaba Harry Roy and His Orchestra, y Fred Astaire interpretaba el “Cheek to cheek” de Irving Berlin. En chaqué. Aquellos en que Bing Crosby se marcaba junto a Connee Boswell el simpático y bailongo “Bob White (whatcha gonna swing tonight?). Pero hace ochenta años de todo esto, y los momentos intermedios en que hemos contenido la respiración pensando que al fin se acercaba uno bueno, la cosa terminó como el Rosario de la Aurora. Recuerdo cuando en 1989 Julien Temple decidió adaptar Principiantes de Colin McInnes (mi libro favorito), y tuvo la brillante idea de hacerlo en formato musical. El fiasco que representó tal iniciativa no se lo quiero ni contar, pero al menos salían Ray Davies y Sade otorgando pírrica redención. Un tipo de redención del que, me temo, no gozan la mayoría de musicales españoles mainstream. Una cosa tan condenada al fracaso (artístico), que es imposible no despedirse de todos ellos con los risibles versos de los hermanos Cano: “Déjalo ya, sabes que nunca has ido a Venus en un barco / Quieres flotar, pero lo único que haces es hundirte”.

Kiko Amat

(Artículo publicado originalmente en la revista Barcelonès #3)